Evo Morales responsabiliza a sus dos adversarios civiles a partes iguales. En su discurso de renuncia, personalizó el golpe de Estado en ellos: el excandidato derrotado Carlos Mesa y el sobrevenido líder del derrocamiento, Luis Fernando Camacho. Algunos observadores dicen que dirigir los focos a ambos, es la parte más brillante de la jugada política de Morales, porque pone de bulto la incoherencia del movimiento anti-Evo. Las primeras horas luego de la dimisión parecen darles la razón a estos analistas.
Por otro lado, otras dos figuras de uniforme han sido claves en el desenlace: el coronel Vladimir Yuri Calderón, comandante de la Policía Nacional (quien luego renunció) y el comandante general de las Fuerzas Armadas, general Williams Kalimán.
Los civiles
Mesa y Camacho tienen en común su odio por Morales y el hecho de que –en última instancia– responden a la misma estrategia estadounidense. Son elementos aglutinantes muy significativos. Pero en verdad son dos liderazgos muy diferentes.
Mesa es un intelectual y político de larga trayectoria, que fue presidente y vicepresidente en la época anterior a la irrupción electoral de Morales. Obviamente es un conservador y su doctrina económica es neoliberal, al punto de haber sido el segundo a bordo del Gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, un presidente tan, pero tan proestadounidense, que hasta habla español con acento anglosajón, lo que le daba la apariencia de un procónsul, más que de un presidente. En el segundo período de “Goni” (2002-2003), se aplicaron las recetas neoliberales a fondo y, como suele ocurrir en estos casos, se produjeron levantamientos populares que fueron aplacados a sangre y fuego.
El casi-gringo Sánchez de Lozada tuvo que salir pitando de Bolivia y refugiarse –faltaría más– en EE.UU. (donde luego fue sometido a juicio de extradición), mientras Mesa quedó encargado del candelero. Logró apaciguar los ánimos y abrir cauce hacia las elecciones que ganó Morales en 2005. Desde entonces ha sido crítico de los Gobiernos del líder indígena y ha acariciado la idea de volver al poder, siendo el intento más serio el de las pasadas elecciones de octubre, en las que estuvo cerca de forzar a una segunda vuelta. Tras conocerse el resultado oficial de los comicios, denunció fraude y entró claramente a la línea insurreccional que se desarrolló de manera paralela.
Mesa fue originalmente ficha del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), un partido histórico de esencia conservadora, considerado populista hasta mediados de los años ochenta, pero que luego se ha asumido neoliberal. Después de su experiencia como presidente accidental y de mantenerse por años como figura independiente, en 2018 pasó a formar parte del Frente Revolucionario de Izquierda, que se reivindica socialdemócrata y reformista. El FRI fue el núcleo de Comunidad Ciudadana, la coalición que impulsó su candidatura presidencial de este año.
Con 66 años de edad, este hombre mestizo (un dato importante en el Estado plurinacional de Bolivia) luce –al menos en su imagen mediática– a la cola de los líderes golpistas propiamente dichos. Da la impresión de haber sido arrastrado por la avalancha de los acontecimientos y de que, pese a su experiencia, parece no saber cómo proceder en tales circunstancias.
Dos de sus actuaciones, luego de la renuncia de Morales muestran esta situación azarosa: por un lado ha tratado de legitimar lo ocurrido, negando que en Bolivia haya un golpe de Estado. Por el otro, denunció que turbas enfurecidas iban a saquear su residencia, luego de que eso mismo ocurriera con la de Morales y de muchos altos funcionarios del Gobierno depuesto, sin que él emitiera reclamo alguno. Mesa responsabilizó a Morales –ya fuera del poder–- de lo que pueda ocurrirle.
El macho alfa de la partida
El otro actor al cual aludió directamente Morales durante su alocución de renuncia fue a Luis Fernando Camacho, un personaje que ha sido descrito ampliamente durante los últimos días por la prensa mundial. Un detalle de esas descripciones basta para saber de quién se está hablando: el abogado de 40 años se declara admirador de Jair Bolsonaro.
Camacho es blanco (hay que insistir en que el tema étnico es crucial en esta nación), empresario, rico de cuna y de Santa Cruz, el enclave anti-Evo más radical, puntal de la tentativa llamada Media Luna, que intentó escindir al país en la primera década del siglo. Apoyó a Mesa en las elecciones, pero obviamente resolvió sobrepasarlo, utilizando para ello su carácter de líder del Comité Pro Santa Cruz.
Camacho es, además, según todos los reportes, supremacista blanco, misógino, homófobo y posa de beato, al punto de andar siempre con una biblia y figuras de la virgen María. Con esos elementos en su prontuario, conecta con los sectores más reaccionarios de Bolivia: racistas, pronazis, patriarcalistas y fanáticos religiosos.
Más allá de su peligrosa base social (que ya ha demostrado su tendencia a la violencia en acciones contra funcionarios del Gobierno y del partido MAS), Camacho es empresario y como tal encarna los intereses de muchos de sus congéneres. Aunque el Gobierno de Morales ha tenido extremo cuidado en mantener reglas claras para el sector privado, la familia de Camacho no le perdona que haya nacionalizado el gas, hasta 2006 la joya de la corona de los negocios de este clan, el Grupo Empresarial de Inversiones Nacional Vida, un conglomerado que también incluye seguros y otros servicios. Los conocedores de la política boliviana dicen que el principal objetivo de este asalto al poder por parte de este grupo empresarial es el de retornar a la situación previa a la estatización.
Cuando estalló el escándalo de los Papeles de Panamá, el nombre de este personaje salió a relucir. Una comisión parlamentaria investigó los datos difundidos, según los cuales Camacho aparece como directivo de tres empresas (Medis Overseas Corp., Navy International Holding y Positive Real Estates). Estas firmas habrían sido usadas por individualidades y corporaciones para esconder fortunas en paraísos fiscales, lavar dinero y evadir de impuestos.
Camacho, quien se hace llamar “el Macho Camacho”, juega con los estereotipos para proyectarse como el macho alfa del movimiento que logró deponer a Evo Morales. De hecho, fue él quien le dio el ultimátum de 48 horas, le escribió una carta de renuncia y luego apareció en el Palacio Quemado con dicha misiva y una Biblia.
Las bravatas del “Macho Camacho” han desatado los demonios del odio contra los indígenas en general (aunque algunos agresores también lo son) y contra todos los partidarios de Evo. Las vejaciones a la alcaldesa Patricia Arce y las quemas de casas de personalidades del Gobierno (incluyendo la de Morales y la de su hermana) son evidencias de lo corrosivo de este liderazgo.
Los brazos armados
Morales dijo que el golpe había sido cívico-político-policial. También fue militar, pero él prefirió no incluir este factor en la lista.
En el campo policial aparece la figura del jefe de la Policía Nacional, Vladimir Yuri Calderón, quien fue agregado policial en Washington hasta diciembre de 2018. En la capital estadounidense fue el presidente de un sospechoso organismo denominado Apala (Agregados Policiales de América Latina).
Cuando regresó a Bolivia fue designado jefe de la policía de una manera muy extraña, según reseña el blog de investigación periodística La Tabla. A Calderón lo nombró Víctor Borda, presidente encargado de la nación debido a una triple ausencia en la línea de sucesión: a principios de abril, Morales estaba en Turquía, el vicepresidente Álvaro García Linera se encontraba en Alemania y la presidenta del Senado, Adriana Salvatierra, en Argentina. Borda, presidente de la Cámara de Diputados, asumió el mando por unas horas y entre sus pocos actos de gobierno estuvo el nombramiento del jefe policial.
Calderón, luego de presionar a Morales para que dimitiera y una vez que se produjo la salida del presidente, terminó por renunciar también él a su cargo.
La otra figura armada del golpe es el general Williams Kalimán, comandante general de las Fuerzas Armadas, quien fue el encargado de “sugerirle” al presidente que dimitiera.
Kaliman había accedido al cargo en diciembre de 2018, luego de ser comandante general del Ejército. Era considerado un aliado seguro de Morales, a quien se refería a menudo como “el hermano presidente”. Le acusaban de ser ideológicamente afín al MAS porque se declaró partidario del proceso de cambios y dijo que las fuerzas armadas bolivianas nacieron, son y seguirán siendo anticolonialistas.
La solicitud de Kalimán fue un momento clave en el golpe de Estado. Luego de esa “sugerencia”, Morales supo que no contaba con ninguna fuerza pública para frenar la escalada violenta opositora, pues ya la policía estaba alzada. Optó por renunciar para evitar enfrentamientos violentos entre bolivianos, según argumentó.
Por Clodovaldo Hernández / Supuesto Negado