LOS 7 RITMOS QUE SACUDEN VENEZUELA

Por la música se conoce un país. Esta confluencia musical diferencia a los venezolanos de los que no lo son.

  1. Salsa

Todavía hoy la salsa de los setentas -un auténtico movimiento cultural del Caribe- es la banda sonora no solo de los barrios venezolanos, sino de ciudades como Cali, San Juan y Caracas. No hay un día en que la incansable rocola popular no reproduzca una pieza del Gran Combo, de Héctor Lavoe, de Henry Fiol o Ismael Rivera. Aunque inicialmente repudiada por las clases medias, hace mucho que fue abrazada por todos, y debido a su enorme  versatilidad  – es vana, es meditabunda, melancólica, violenta y alegre- pasó a ser la banda sonora de las grandes urbes con las que creció. La salsa es parte del presente y parte de la nostalgia, porque los viejos lo asocian con su juventud y los jóvenes con sus propios recuerdos y  los de sus mayores.

  1. Merengue, la bachata y el tecnomerengue

Es cierto que fuera de República Dominicana, el merengue no tiene el mismo poder, y que ya no se le escucha como antes. Pero la invasión dominicana del merengue fue masiva y llegó por oleadas: iniciada por Wilfrido Vargas y Ruby Pérez penetró en los barrios, sobre todo, en los del interior del país, y  por un momento parecía poder reemplazar a la salsa. Juan Luis Guerra, al popularizar la bachata, la hizo aceptable para las clases medias -casi una versión  bailable de la trova cubana- y convirtió la música dominicana en banda sonora de todos los pavosos eventos sociales. Con Guerra, el merengue y la bachata parecieron tener la versatilidad de la salsa. Pero Guerra no inició una tendencia y fue reemplazado por el tecnomerengue que, en cierto momento, pareció ser lo único que se escucharía en las fiestas.  

  1. Vallenato

El vallenato es tan controversial como la presencia de colombianos en Venezuela, la cual, es bien sabido, no emociona a muchos. El vallenato es el síntoma de que los colombianos de a pie y la industria cultural colombiana penetran en Venezuela, y por eso, para mucha gente, el escuchar el estruendoso vallenato en un cerro no era otra cosa que un signo amenazador. Acá llegó primero Diomedes Díaz y el Binomio de Oro, la música urbana -que siguió a los primeros maestros de los pueblos rurales- llegó en los ochenta cuando el narcotráfico trató de apropiarse del vallenato. Luego, otras formas menos festivas y más lastimeras surgieron con los años. Aunque en todas partes se le escuchaba en la lejanía, sobre todo en la de los barrios, el vallenato es la música del “otro” que no puedes evitar sea parte de ti.  

  1. Joropo

En casi un tercio de Colombia se escucha joropo y, sin embargo, se supone que es “nuestra música”. Nacido del encuentro entre los llaneros de sangre negra y piaroa con los ritmos y los instrumentos de cuerdas europeos, contiene una cualidad refinada junto a una salvaje, que es la base de su encanto. Es la música de buena parte de la Venezuela rural, tanto campesina como terrateniente y, frecuentemente, se le ha esgrimido como argumento contra la salsa, el regguetón o el merengue que serían vulgares y “extranjeros”. Pero el joropo es tan colombiano como venezolano y ha sufrido un enorme maltrato de la industria cultural desde hace más de dos décadas sin que muchos se quejen por toda la vulgaridad y degradación a la que se le ha sometido, que han afectado las letras y los temas.

  1. Gaita

Para la mayoría, la gaita es música estacional, decembrina, para los zulianos es la música propia y el muro de sonido que pueden oponer al enorme poder del vallenato. Rara vez se le escucha fuera de temporada y, como la salsa, es ya más rocola y eterno retorno de la nostalgia que innovación. Junto a la salsa, tiene el poder de invocar la nostalgia venezolana: cuando llega diciembre y el calendario natural de las señoras les dice que es momento de iniciar la navidad, nada se escucha de los barrios a las mansiones, que las mismas gaitas de siempre revolviendo los recuerdos de los tiempos idos y la nostalgia por  los que amamos pero  ya no están.

  1. Reguetón

Nadie es neutral respecto al reguetón: ni los moralistas, ni los malandros, ni los sifrinos con ínfulas de malandros, ni las muchachas y muchachos que se engarzan en el “perreo”: el ritmo del reguetón llega a las vísceras y las anima con alegría, asco o lujuria, pero las mueve. Nacido del Dance Hall jamaiquino, concebido en fiestas puertorriqueñas y neoyorquinas, incubado por décadas en el “underground” antes de pasar a primer plano por más de un lustro, le caracterizó ser el género musical más saturado de sexo y corresponder al perreo, la forma más explícita de bailar concebida por el hombre.  Como el Hip-Hop norteamericano y el bhangra del Punjab, más allá de su valor rítmico y lúdico, pasó a ser símbolo de un tipo de delincuencia exhibicionista, brutal y misógina, al que acá en el Caribe tanto los medios de comunicación como el poder político le abrió los brazos. Luego vino un nuevo y riquísimo de clase media, al estilo de Maluma, cuando pese a hacerse sinónimo de mal gusto, en la discoteca lo abrazaran todas las clases sociales.  Pero como es irónico, ingenioso, juguetón y sabe reírse de sí mismo,  tal vez renazca de otra forma, siempre que lo tengamos como parte del juego y de la fiesta, y no como modelo de vida o proyecto cultural o político.

  1. La changa y la changa tuki

Lo que distingue a la “changa” -como se le dice acá al techno y al house- es que es un género musical hecho por la gente y para la gente, que no requiere de grandes disqueras o productoras para difundirse. Traído para un público de clase media que no quería más que bailar y beber en la oscuridad, fue apropiado por los barrios e inició una larga carrera como música de las fiestas de jóvenes de barriadas -los tukis– y se ha mantenido como música de la fiesta y para la fiesta, asociado con concursos acrobáticos de baile parecidos a los de Jamaica y Nueva York. La changa no tiene estrellas, no tiene disqueras y no tiene grandes conciertos: solo famas locales y pasajeras, cuerpos diestros, estribillos demasiado explícitos y ha dado lugar a toda una industria cultural amateur de bailarines profesionales que se ganan la vida -y hasta predican el evangelio- mientras bailan al ritmo, no del tambor, sino de la máquina.